NARRATIVA

Flash back


El cuerpo ingresa lentamente por el hueco del parabrisas. El hombre retoma el volante y su cara de asombro ante lo inevitable, a medida que el hundido frente del auto va recuperando su forma original. Los pequeñísimos cristales que se encuentran esparcidos sobre el asfalto comienzan a fusionarse para ocupar su lugar en las ópticas. La música vuelve a recuperar su alto volumen. La gran frenada impulsa las ruedas hacia atrás y las huellas que ha dejado el caucho quemado se van acortando hasta desaparecer. 

La aguja del cuentakilómetros se desclava y empieza a marcar: 90, 91, 92, 93, 96, 100, 110, 130, 140, 160, 160. Una mano, repentinamente, sube el volumen de la radio. La curva se va alejando, Jorge sonríe, su mujer le acaba de hacer un comentario incómodo, aunque no tan increíble. Juan, el más pequeño, quiere jugar al “Veo veo”, y le insiste a Julieta. Pero Julieta mira por la ventanilla como cae la lluvia. Marisa, la esposa de Jorge, atiende le teléfono. La pantalla del teléfono muestra el nombre de una mujer. El pequeño Juan se lamenta por haber olvidado sobre la mesa de luz su muñeco. El limpiaparabrisas no da abasto. Marisa decide tomar el teléfono de la guantera. El pequeño se acuerda de su caballito. El teléfono suena por enésima vez, sin que Jorge lo atienda. Jorge hace un comentario sobre la imprudencia de llamar por teléfono cuando uno está de vacaciones. Caen las primeras gotas. El teléfono suena por segunda y primera vez. Julieta observa que el día está nublado. Juan recién se despierta de su larga siesta. 

Las nubes se alejan por donde vinieron. Jorge reflexiona sobre la imprudencia de algunos automovilistas. Suena la bocina. La joven piensa en lo cambiado que estará su primo. Marisa le agradece a Jorge que, después de tantos años, se decidieran por ir de vacaciones. Juan se duerme. Julieta no ve la hora de estrenar su malla nueva. El viento empieza a soplar fuerte. Los ojos del pequeño se entrecierran. Jorge piensa en el tiempo que hace que no ve a su hermano. El auto sale de la ruta, siempre marcha atrás, retoma la autopista, luego una avenida, dobla dos cuadras a la derecha, una a la izquierda y, frente a la casa, se detiene. El día está espléndido. 

Se abren las puertas del auto: Julieta agarra su bolso de mano y sale primero. Luego, Juan y Marisa, que apenas cierran la puerta, se toman de la mano. Jorge es el último en bajar. Se abre el baúl, y todos retiran sus cosas: Juan, la bolsa de juguetes; Julieta, una gran valija con ropa; Marisa, un bolso mediano y Jorge, la valija más grande. Entran a la casa, dejan todo lo que llevan amontonado en el hall. Toman apurados el desayuno, suben de espaldas las escaleras y cada uno regresa a su cuarto. Julieta se despereza, escucha la puerta y los gritos de su madre. Marisa desviste rápidamente a Juan, lo acuesta y lo zamarrea. Jorge deja los papeles del auto sobre su escritorio, los encuentra y los busca. Aprovecha para hacer un último llamado. Marisa está en el baño. Jorge protesta. Jorge retira su mano varias veces de la puerta. Marisa se mira ante el espejo y dice algo sobre su pelo. Jorge mira la hora en su teléfono. Marisa entra al baño. Jorge se desviste, guarda su ropa y se queda remoloneando en la cama. Marisa sale del baño, se desviste, se levanta y se acuesta. Jorge sonríe y dice que por fin ha llegado el gran día y despierta a Marisa. Marisa se duerme. Jorge apaga el despertador. Llega la noche. Todos se encuentran a salvo. 


*De PROSA COMPACTA, Ed. Puentes del Sur, 2012.
  Derechos reservados


MENCIÓN ESPECIAL 
en el PREMIO NACIONAL DE LITERATURA TRES DE FEBRERO 2013 



El atravesado


Estar contigo es la medida de mi tiempo.
J. L. BORGES 

Sin embargo, la profundidad de mis sentimientos encontrados, amor y odio, es de carácter irreversible. Sin mayores dificultades, suelo pasar de un estado de ánimo a otro. A veces, me someto al placer infinito de una caricia; otras, en cambio, me ciego y destrozo objetos, sin medir las consecuencias, sin reparar en daños. Lo que me trasforma, creo, en un ser poco fiable o irracional.

Hoy, ha pasado algo terrible. ¡Bah!, mi calificación del suceso es posiblemente exagerada. Lo terrible hubiese sido no reconocerme como autor del hecho. Eso sí, definitivamente, sería un acto de profunda cobardía.

Ella regresaba del trabajo, por consiguiente, serían, aproximadamente, las seis de la tarde. Como siempre, estaba hermosa: lucía un elegante trajecito color camel, conformado por un pequeño saco y una ajustada pollera que dejaba admirar sus esbeltas piernas.

Se la notaba algo cansada; finalizaba la semana. Por su aspecto, sospeché que había tenido demasiadas presiones. Además de las que tenía en casa: llevar a cuestas la pesada carga de atender un hogar con un marido desempleado hace poco más de dos años, y que, para colmo, es un perfecto inútil en los quehaceres domésticos. Sin contar lo de pésimo amante, claro.

Sé que fueron esas vicisitudes las que me llevaron a cometer tan fatídico acto; pues el escaso pensamiento racional que yo tenía se disipó. Así que sólo aguardé el momento oportuno.

Ella se excusó por no quedarse para hacerme compañía. Acusó un terrible malestar, provocado, aparentemente, por una incipiente jaqueca y, desaprovechando la idea de compartir el mate, se fue a recostar a su habitación. No sin antes solicitar que se le acercara un té con limón y una aspirina, para contrarrestar su alicaído ánimo.

Cuando estuvo lista la infusión sobre una bandeja, me dirigí sigilosamente hacia su cuarto. No tenía la más mínima intención de molestarla, ya que cualquier error lo arruinaría todo. 

La puerta estaba abierta, lo que facilitó mi entrada. El televisor encendido y las luces bajas iluminaban el cuarto de una manera tenue. Mientras que mi princesa, casi dormida, se acurrucaba con sus cabellos alborotados en un rincón de la cama. 

Tal es así que, no desperdiciando la gran oportunidad que me brindaba su estado de somnolencia, me oculté detrás de aquellas largas cortinas, que cubrían los extensos ventanales del cuarto. Y allí esperé...

De pronto, comencé a escuchar unos pasos que se aproximaban lentamente, para luego identificar, a través de la tela que me cubría, una figura reconocida, que acababa de ingresar a la habitación. Me alisté; debía actuar...

Obnubilado por la ira y envuelto en la inconsciencia propia de los seres deleznables, me despaché, furioso como un rayo, contra ese cuerpo frágil que no me esperaba.

Poco después, los gritos y la confusión se hicieron parte de la secuencia. La taza de té había caído sobre la alfombra, donde su líquido sin más remedio se desparramaba.

Yo todavía permanecía prendido a su cuello; y ella, estupefacta, no podía creer lo que estaba sucediendo. Me pedía piedad, implorándoles a todos los santos y a los dioses conocidos. Pero su petición fue inútil.

Al tiempo aquel cuerpo se desplomó, sangrante y carente de vida, impactando fuertemente contra el piso. Y sólo atiné a apartarme unos pocos metros del lugar de la ejecución, para contemplar la terrible escena.

Entonces vi cómo ella descargaba todo su llanto, dándole un compungido abrazo a ese hombre que ahora yacía junto a su falda.

Creo que los minutos posteriores fueron infinitos. Apenas pudo separarse de él, nos miramos con la misma incomprensión no sé por cuánto tiempo. Hasta que al fin, con sumo esfuerzo y casi balbuceando, me alcanzó a decir:

‒¿Qué hiciste, Sultán? ¿Qué hiciste, carajo? ¡No te das cuenta de que me arruinaste la vida!

Al escuchar estas palabras, quise decirle infinidad de cosas, como por ejemplo, que la amaba, que la necesitaba... Pero no podía, sinceramente no podía. Tal vez, había cometido un grueso error matando al inútil, pero sólo tal vez.

Por eso, no tuve más opción que bajar las orejas, colocar el rabo entre las piernas y dirigirme, cabizbajo, hacia el rincón...

Me dolía una mujer en todo el cuerpo.
J. L. BORGES

*De PROSA COMPACTA, Ed. Puentes del Sur, 2012.
  Derechos reservados

MENCIÓN ESPECIAL
 en la 11° CONVERGENCIA INTERNACIONAL JUNINPAIS 2012



El potro


Es un caballo, pensaba, sólo un caballo... Mientras sus ojos me miraban dulcemente, como nunca antes nadie me había mirado: con las pupilas dilatadas y entregadas; con los párpados cansados y las órbitas inyectadas de nostalgia.

Es un caballo, pensaba, sólo un caballo. Pero cómo me gustan los caballos. Y en especial a mí, que hace más de 20 años que los crío, como si fueran sangre de mi sangre. Al punto que esa misma pasión que siento por estos nobles animales, la han heredado cada uno de mis hijos. Fundamentalmente el menor de ellos, Juan, mi querido Juancito, que los ha querido tanto o más que yo.

Era él, el que me acompañaba todos los días al establo para darles comer, cambiarles las cubetas de agua, revisarles los herrajes o bañarlos. Aunque también me ayudaba a aprontarlos, apenas caía el atardecer, para salir juntos al galope a recorrer los campos, sintiéndonos verdaderamente los hombres más libres del mundo.

Es un caballo, pensaba, sólo un caballo. Pero Juan lo había elegido, entre los muchos que teníamos. Tal vez porque desde potrillo había necesitado un trato especial por falta de calcio en los huesos, y él puso todo su empeño para sacarlo adelante, a fuerza de cariño y medicación. Entonces lo adoptó para siempre, poniéndole de nombre Milagrito.

Es un caballo, sólo un caballo. Pero cómo lo quería Juancito. Y ahora que lo pienso, les juró que de haberlo sabido, si quiera sospecharlo, aquella maldita tarde no hubiera salido.

Todo parecía normal y alegremente rutinario. El sol comenzaba a flaquear. Yo me monté al lomo firme del Manchado y él, a la fragilidad oculta de su amado cobrizo.

Minutos más, minutos menos, casi media hora galopamos por los altos pastizales de ese enorme campo abierto. Hasta que en una corrida exigida, el negro destino quiso que al cobrizo se le quebrara de pronto una pata delantera.

En realidad, no sé por qué jamás me dijo que en las últimas semanas su caballo había estado sufriendo los mismos problemas que había tenido de potrillo. Es difícil comprender la mente humana. Y más aún, en esos momentos de la vida en que la fatalidad nos sobrepasa y uno debe cargarse de valor para tomar una resolución fría en lo inmediato. A pesar de que esa decisión nos duela en lo más profundo del alma.

Es un caballo, pensé, sólo un caballo. Pero cuando me di cuenta de que después de la mortal caída ya nada se podía hacer, caminé hasta donde estaba él, le acaricié tres veces la cabeza y le reventé la frente con una piedra maciza que encontré en el lugar.

Era mi hijo, no era justo hacerlo sufrir por más tiempo. En cambio, en un acto miserable, a su querido cobrizo lo dejé ahí, mal herido, y a la espera de que lentamente le llegara la oscura sombra del anochecer.


*De PAISAJES DEL DESTIEMPO
  Derechos reservados

FINALISTA 
en el CONCURSO EDICIONES RUINAS CIRCULARES 2013




Mal-estar


Se despertó sobresaltado, como si de pronto una mano invisible lo hubiera rescatado de la más terrible pesadilla.

Se despertó sobresaltado, como si de pronto una mano invisible lo hubiera rescatado de la más terrible pesadilla.

Tenía la espalda empapada de sudor, las manos heladas y hasta podía escuchar los latidos de su corazón en el silencio de la habitación, acompañando esa respiración pesada.

Por eso, por unos minutos, permaneció sentado sobre la cama, tratando de recuperar el aliento. Y una vez que logró estabilizarse, en medio de la oscuridad, buscó el reloj con desesperación.

Sobre la mesa de luz, unos números rojos e intermitentes indicaban que eran casi las cuatro de la mañana.

Felizmente, no se había quedado dormido. Por el contrario, se había despertado un poco antes de lo previsto. Y eso lo tranquilizó. Aunque no del todo, porque, a partir de ese momento, comenzó a sentir un incómodo cosquilleo en la panza, justo ahí, donde comienza la boca del estómago.

Sin embargo, trató de restarle importancia a ese pequeño malestar. No podía perder el tiempo ocupándolo en esos detalles. Tenía cosas más importantes en qué pensar. Así que estiró la mano, prendió el velador y se paró de inmediato; mientras su esposa, del otro lado de la cama, se esforzaba en cubrirse el rostro con la almohada, escapando de esa furiosa y repentina claridad.

–No te duermas –le pidió él, al escuchar que protestaba por lo bajo–. Necesito tu ayuda.
–¿Qué hora es? –preguntó ella, bostezando. 
–Eso qué importa –dijo subiéndose la cremallera–. ¿Acaso no era lo que habíamos arreglado?
–Tenés razón –reconoció a desgano–. Pero hagámoslo rápido. Quiero terminar cuanto antes con este tema.
–Es lo que intento –retrucó, tocándose nuevamente la panza.
–¿Te pasa algo? –le preguntó Cecilia, que finalmente había salido de la cama.
–No –respondió a secas.
–¿Seguro? –repreguntó preocupada.
–Te dije que no –mintió, a pesar de que el malestar era cada vez mayor–. Sólo te pido que te pongas algo y me acompañes.

Cecilia comprendió que lo mejor era no seguir insistiendo. De modo que cubrió su hermoso cuerpo con un pequeño deshabillé y lo siguió.

Primero caminaron por un estrecho pasillo hasta llegar al cuarto de la nena, ubicado en el mismo piso, para asegurarse de que estuviera dormida. Y luego bajaron, cuidadosamente, por esa enorme escalera de madera, tratando de evitar que sus pisadas hicieran crujir aquellos viejos escalones.

–¿Y ahora qué? –preguntó intrigada Cecilia, apenas llegaron al salón principal.
–Ahora vos te ocupás de la perra –le dijo Marcelo–. Andá buscarla al fondo, ofrecele algún caramelo, de esos palitos saborizados que “la Martita” le compró en el supermercado, y llevátela para la cocina, que yo me encargo del resto.

Cecilia, sin decir palabra, fue a cumplir con lo pedido. Y al poco tiempo volvió con la perra, una preciosa yorkshire terrier, cargándola entre sus brazos.

–Ya podés ir –le aseguró Cecilia.

Entonces Marcelo tomó el bolso que había dejado preparado sobre el sofá el día anterior y ordenó:

–Vos quedate un par de minutos donde te dije, en la cocina, hasta que me vaya. Pero después volvete a la sala, por si Antonia se despierta. Desde acá la podés escuchar mejor. 
–Ok –dijo Cecilia, acariciando a la perra. Ya me la llevo. 
–Por favor, estate atenta. Yo cargo lo del fondo y salgo directamente por el garage. ¡Nos vemos más tarde! 
–Nos vemos. Y quedate tranquilo, que todo va a salir bien.
–Eso espero –alcanzó a decir Marcelo, antes de cruzar la puerta.

En la parte de atrás de la casa, cruzando el jardín, estaba el galpón que había elegido para refugiarse la perra. Un lugar bastante sucio y descuidado por cierto, plagado de herramientas, bolsas de ropa vieja y otras cosas en desuso. 

Marcelo entró allí sabiendo lo que buscaba y dónde podía encontrarlo, porque él mismo lo había ocultado. Así que el trámite fue rápido. Corrió un par de cajas, guardó en el bolso lo que tenía que guardar y regresó por donde había venido. 

Al ingresar a la casa, tal como lo habían acordado, Cecilia ya no estaba. Le había dejado el camino libre para que atravesara el comedor, la sala de estar y saliera por la puerta que estaba a su izquierda. Y así lo hizo. A pesar de que la panza le dolía como nunca y sentía que su cuerpo, en cualquier momento, iba estallar.

Poco después, ya en el garage, ocultó el bolso debajo del asiento del acompañante, abrió el portón, puso el auto en marcha, lo sacó a la vereda, se bajo, cerró el portón, miró hacia los costados, se volvió a subir, respiró lo más profundo que pudo... y partió.

Estaba desesperado. Con las luces bajas, comenzó a recorrer las calles lentamente, como un animal hambriento buscando a su presa.

Eran las cinco de la mañana. Y aunque la ciudad estaba prácticamente vacía, cada vez que se cruzaba con algún transeúnte, aceleraba la marcha, por miedo a sentirse observado.

Así, con el corazón en la boca y ese dolor incesante en el estómago, siguió dando vueltas con el auto por varios minutos, hasta que al fin logró encontrar un terreno baldío. Entonces se detuvo, abrió la puerta, tomó el bolso y, sin bajar del vehículo, lo arrojó con fuerza adentro de los pastizales. Y luego, aferrándose al volante, huyó de allí despavorido.

A partir de ese momento, para Marcelo, los segundos se volvieron infinitos. Mientras manejaba, no paraba de pensar, una y otra vez, en las mismas cosas... Imágenes, cientos de imágenes y de preguntas que lo acompañaron durante todo el camino de regreso. Pero que se perdieron, afortunadamente, en cuanto pudo guardar el auto en el garage de su casa. Como si acaso fuera posible que sus propios fantasmas no pudieran cruzar esa frágil barrera que él mismo había impuesto.

Sí, ahora se sentía mucho más aliviado. Todo había salido según lo esperado y la panza ya no le dolía tanto. Sólo necesitaba descansar un rato, para recomponerse definitivamente. Poner la mente en blanco. Olvidar lo que había hecho, para luego comenzar a creer en su mentira. 

Sin embargo, en cuanto entró a la casa, sus planes pronto se disiparon al ver que Antonia estaba despierta, esperándolo en un sillón de la sala de estar, sentada sobre la falda de su mamá.

–No quiso volver a dormir –se atajó Cecilia.
–¿Por qué no me dijiste nada, papá? –le preguntó la pequeña, ofendida.
Marcelo se quedó parado, sin saber qué responder, con un nudo en la garganta.
–¿Por qué no me dijiste que ibas a regalar el perrito? 
–Porque... no podíamos quedarnos con los tres cachorros –atinó a decir rápidamente–. Uno se lo había prometido a un amigo, apenas la perra quedó preñada... Pero, si querés, podés quedarte con los otros dos.
–¿En serio? –preguntó sorprendida–. No me estás mintiento, ¿no?
–No, no te estoy mintiendo. Son tuyos.
–¡Siiiiiiiií! –gritó Antonia, abrazándose a Cecilia– ¡Bombón y Peludo son míos, mamá! ¡Qué feliz estoy!

Marcelo también estaba feliz. Ver la emoción de su hija, definitivamente, no tenía precio. Y aunque hubiera querido quedarse allí por más tiempo, al sentir una vez más esa puntada en la boca del estómago, tuvo que irse de inmediato.

–Las dejo festejando –dijo, ocultando su dolor, con una falsa sonrisa,–. Tengo que ir al baño.

Y poco después, abrazado al inodoro, vomitó toda la angustia que tenía en su interior. Esa culpa que sentía por ocultarle a su hija que ayer había encontrado a ese cachorro muerto, súbitamente muerto, y que él, como un cobarde, a las pocas horas, decidió deshacerse de su pequeño cadáver arrojándolo a un terreno baldío, como si fuera una simple bolsa de basura, para que ella no tuviera que llorar aquella muerte injusta. Porque los niños... –siempre decía, y ése era su lema– los niños no deben sufrir.


*De LOS ENIGMAS Y LAS BESTIAS
Derechos reservados

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